Por Javier Sánchez, director Fundación Territorios Colectivos
En días pasados la comisión de expertos ha presentado los mínimos comunes a los que arribaron las distintas subcomisiones. Algunos han querido leer que esa es la propuesta definitiva, cuando no lo es.
Ciertamente el nuevo proceso constitucional no ha gozado del “entusiasmo” del que gozó la convención anterior. Eso no lo hace necesariamente mejor ni peor. Y este es quizás el punto central: lo relevante es que seguimos explorando caminos y fórmulas para tener, finalmente, una carta magna que represente a la mayoría de las y los ciudadanos.
Lamentablemente, este y el anterior proceso se han dado en un contexto de péndulo político. Graficado en el paso de Bachelet a Piñera y viceversa, ocupando 16 años de nuestra historia reciente. En paralelo bajo la fórmula de desechar lo ocurrido en los “30 años”, se agudizaron las miradas particulares (legítimas, pero particulares) y se ha acentuado esa “vieja-nueva” forma de actuar de aquellos sectores que pretendiendo cierta sobredosis de “patriotismo”, han revivido conductas y discursos ultraconservadores que, paradojalmente, han logrado concitar respaldos en parte de la opinión pública, sobre todo parapetados en el discurso de la seguridad.
El debate -pensando en el resultado final- no debiera estar centrado en lo que estaba en la propuesta anterior y que no está o estará en la próxima propuesta, sino en la función que esperamos cumpla este nuevo texto que -esperamos- avance en la construcción de un nuevo y verdadero pacto social. No podemos repetir una y otra vez este camino, sino lo que triunfará no solo será la decepción y el hastío. Como dice Innerarity “la democracia no es una sucesión de big bangs constituyentes”.
Para quienes conocimos la exigencia democrática de una nueva constitución desde los años 80, con ese trabajo amplio y sistemático que desarrolló el “grupo de los 24”, la espera ha sido larga, demasiado tal vez. Por eso quizás tenemos más tolerancia a la frustración que implicó la derrota del 4S, porque sabemos que pese a todo, hoy estamos cada vez más cerca de dar ese paso que permita superar el texto aprobado fraudulentamente. Y no se trata de conformismo, sino simplemente de entender que no puede seguir corriendo el tiempo en contra de la necesidad de construir una democracia que responda al país y el mundo del siglo xxi.
Para muchos críticos del actual proceso lo sensible es que la existencia de los expertos y de los denominados “árbitros” que consideran afectan la participación e incidencia de la ciudadanía. Ciertamente la existencia de un acuerdo político resulta limitante, sobre todo si se compara con el proceso anterior. Pero como dice el ya citado Innerarity, la intervención de más interlocutores y más decisiones colectivas, como parecen propugnar los partidarios de la democracia deliberativa, no garantizan necesariamente un mejor resultado.
No hay forma de saber cuál será el resultado de la elección de consejeros el próximo 7 de mayo, ni en el plebiscito de salida. Algunos ya promueven el rechazo o la abstención, como si eso nos llevara a una opción mejor, lo que resulta dudoso sobre todo si, siguiendo la teoría del péndulo, nos enfrentamos a la posibilidad nada descartable de que en las próximas elecciones presidenciales, la banda nuevamente vuelva a la derecha, quizás en algunas de sus peores expresiones.
Como dice la doctora en filosofía de la Universidad de Buenos Aires, Macarena Marey, “no podemos reducir la democracia a un método de toma de decisiones”, sino a un proceso vivo, permanente y dinámico. Por ello pareciera que más allá de entusiasmos y relatos sectoriales indentitarios, lo importante es darle perspectiva al minuto histórico que vivimos, quizás no para celebrarlo y considerarlo como algo ideal, pero sí para detenerse un instante y pensar que el camino que puede o no abrirse a fines de año, no solo marcara a fuego el gobierno del Presidente Boric, sino el futuro de varias generaciones.
Por querer todo (legítimamente), podemos quedarnos sin nada (lamentablemente).