Por Javier Sánchez, director en @FTerritoriosC y @HumedalesU
Aunque ya tenemos una ley sobre humedales urbanos y también se publicó el reglamento que permite su plena vigencia, abriendo una posibilidad cierta de protección que hasta no existía, aun hay personas o grupos de interés que no logran (o no quieren) entender o dimensionar la importancia de estos cuerpos de agua y relativizan tanto la nueva normativa como el eventual impacto positivo que ella podría tener.
De hecho, ya hay algunos expertos que están hablando de lo que le falta a la ley. Ciertamente se trata de una ley de pocos artículos, pero que apunta a lo importante: a que exista evaluación ambiental de las actividades que puedan afectar a los humedales urbanos, a que su existencia se considere adecuadamente en los instrumentos de ordenamiento territorial y a entregar un rol a los municipios que, hasta ahora, no cumplían.
Otros insisten en quejarse porque no es una ley general de humedales. Si se hubiera tramitado una ley que los incluyera a todos, con la enorme diversidad de ellos que existen en el país, no estaríamos ni cerca de tener una ley. Pero como se han aprendido lecciones de las eternas tramitaciones de la ley de bosque nativo y del propio Servicio de Biodiversidad y Áreas. Protegidas, se prefirió priorizar a los humedales más amenazados: los urbanos. Pese a eso, ya está en segundo trámite un proyecto de ley sobre las turberas y solo queda pendiente quizás el más complejo: el de humedales altoandinos (bofedales y salares).
Muchos de los que hoy levantan sus voces parecieran olvidar que hasta unos pocos años atrás era poco o nada lo que se podía hacer para salvar o proteger a los humedales de la voracidad inmobiliaria. Y se olvida que fue la justicia la que cambió el paradigma. Pasamos del discurso que sostenía que solo se podían proteger los humedales con reconocimiento internacional, al fallo de la Corte Suprema que estableció que por el sólo hecho de haber ratificado la Convención Ramsar, el Estado chileno debía proteger todos los humedales, incluso si estaban en terrenos privados.
Pese a todo lo anterior, muchos siguen preguntándose para qué cuidar los humedales. Y desde una óptica incluso economicista algunos buscan responder esa pregunta asignándole un valor a los humedales y su conservación o su pérdida. Desde una mirada biocéntrica, todo sistema natural tiene un valor por sí mismo y por la vida que alberga, independientemente del uso humano, lo que forma parte de una ética de la conservación. Sin embargo, la visión antropocéntrica de la sociedad occidental ha abierto una puerta a la cuantificación de los llamados “servicios ecosistémicos”, esto es, el trabajo que la naturaleza hace por nosotros y los bienes que nos proporciona, a través de lo que se ha denominado “economía ecológica”, que se ocupa del valor instrumental de los ecosistemas.
Los humedales, igual que cualquier otro sistema natural, no tienen precio, su destrucción supone una pérdida impagable que no puede ser compensada con el pago de una cantidad económica. Los bienes y servicios como el control de inundaciones, recarga de acuíferos, retención y exportación de sedimentos y nutrientes, mitigación del cambio climático, depuración del agua, reserva de biodiversidad, uso educativo y valor cultural, paisajístico y espiritual, turismo y ocio, que los humedales nos prestan (Camacho, 2008[1]), definitivamente, no pueden medirse en dinero.
Hoy la tarea, de largo aliento, es que la organización de comunidades y el trabajo que organizaciones ambientalistas vienen desarrollando hace años, pueda hacer coincidir esa preocupación e interés comunitario, con las nuevas obligaciones que municipios y otros servicios deberán asumir. Y, por cierto, seguir pensando cómo ir perfeccionando la legislación. En otros países, como España por ejemplo, se ha venido hablando de incluir a los humedales en los procesos de evaluación ambiental estratégica, sobre el efecto en los humedales de los planes y políticas de planificación hidrológica.
También hay que seguir potenciando herramientas y la creatividad. Ejemplos a seguir ya hay, entre ellos la habilitación de humedales artificiales, como ya varias propuestas los han contemplado: como es el caso del proyecto de desarrollo en el Puerto Barón, en Valparaíso; o en Panguipulli, donde un humedal artificial forma parte de la solución concordada entre dicho municipio y la sanitaria para evitar vertimiento de aguas servidas al lago.
En lo inmediato relevar el uso de una norma poco conocida: el derecho real de conservación, una ley promulgada hace ya varios años y que ha sido poco utilizada, y que permite que por la vía de acuerdos público-privados se protejan y conserven ecosistemas, entre los cuales perfectamente podrían caber los humedales, especialmente a partir de actividades como el turismo y el avistamiento de aves. Y, por cierto, seguir empujando otras normas, como aquella inspirada en los festivales pirotécnicos porteños, para evitar que los fuegos artificiales se disparen desde las zonas de humedales donde anidan las aves.
Y, finalmente, decir lo evidente: que temas como este no deben quedar fuera de los debates en curso, tanto para las elecciones de alcaldes y de gobernadores regionales, ni tampoco del proceso constituyente, especialmente en lo que tiene que ver con respetar las identidades y vocaciones territoriales, superando la mirada donde el rol del Estado es estar al servicio del modelo extractivista, como ocurre con el caso del puerto de San Antonio.
En el título de esta columna preguntábamos cuál era el valor de un humedal. La respuesta es simple: es directamente proporcional al mundo y el futuro que queremos legar a nuestros hijos. Y no hay economía, por más verde que se vista, que pueda darle más valor que ese.
[1] En https://fnca.eu/phocadownload/P.CIENTIFICO/inf_humedales.pdf